Recordando a Juan Rulfo

Hoy se conmemora el aniversario luctuoso de un grande de la literatura de nuestro país: Juan Rulfo (1918-1986). No sé cuántas veces he disfrutado al leer y releer Pedro Páramo. Sin embargo, hoy quiero recordar un cuento que describe perfecto la retórica del político mexicano. El fragmento que quiero compartirles es un diálogo entre Melitón y un desconocido, en “El día del derrumbe (El Llano en Llamas, 1953), en el que ambos recuerdan la visita que hizo su gobernador (no se menciona nombre, solo lo refieren como “general”) a una comunidad que había sido azotada por un terremoto, causando múltiples pérdidas humanas y materiales. ¿A cuántos políticos 60 años después de este cuento no los escuchan con discursos y oratorias solemnes, pero profundamente vacías y llenas de espacios comunes? Por favor disfruten, pues esta joya no tiene desperdicio.

“Lo grande estuvo cuando él (el gobernador) comenzó a hablar. Se nos enchinó; el pellejo a todos de la pura emoción. Se fue enderezando, despacio, muy despacio, hasta que lo vimos echar la silla hacia atrás con el pie; poner sus manos en la mesa; agachar la cabeza como si fuera a agarrar vuelo y luego su tos, que nos puso a todos en silencio. ¿Qué fue lo que dijo, Melitón?

 

“—Conciudadanos —dijo—. Rememorando mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta tierra que visité como anónimo compañero de un candidato a la Presidencia, cooperador omnímodo de un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada del contexto de sus manifestaciones políticas y que sí, en cambio, es firme glosa de principios democráticos en el supremo vínculo de unión con el pueblo, aunando a la austeridad de que ha dado muestras la síntesis evidente de idealismo revolucionario nunca hasta ahora pleno de realizaciones y de certidumbre.”

 

—  Allí hubo aplausos, ¿o no, Melitón?

 

—  Sí muchos aplausos. Después siguió:

 

“—Mi trazo es el mismo; conciudadanos. Fui parco en promesas como candidato, optando por prometer lo que únicamente podía cumplir y que al cristalizar, tradujérase en beneficio colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos. Hoy estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no previsto dentro de mi programa de gobierno…”

 

“—¡Exacto, mi general! —gritó uno de por allá—. ¡Exacto! Usted lo ha dicho.”

 

“…—En este caso, digo, cuando la naturaleza nos ha castigado, nuestra presencia receptiva en el centro del epicentro telúrico que ha devastado hogares que podían haber sido los nuestros, que son los nuestros; concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de gozarnos en la desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos a utilizar muníficamente nuestro esfuerzo en la reconstrucción de los hogares destruidos hermanalmente dispuestos en los consuelos de los hogares menoscabados por la muerte. Este lugar que yo visité hace años, lejano entonces a toda ambición de poder, antaño feliz, hogaño enlutecido, me duele. Sí, conciudadanos, me laceran las heridas de los vivos por sus bienes perdidos y la clamante dolencia de los seres por sus muertos insepultos bajo estos escombros que estamos presenciado.”

 

—Allí también hubo aplausos, ¿verdad, Melitón?

 

—No, allí volvió a oírse el gritón de antes: “¡Exacto, señor gobernador! Usted lo ha dicho.” Y luego otro de más acá que dijo: “¡Callen a ese borracho!”

 

—Ah, sí. Y hasta pareció que iba a haber un tumulto en la mera cola de la mesa, pero todos se apaciguaron cuando el gobernador habló de nuevo.

 

“—Tuzcacuenses, vuelvo a insistir: me duele vuestra desgracia, pues a pesar de lo que decía Bernal, el gran Bernal Díaz del Castillo: ‘Los hombres que murieron habían sido contratados para la muerte’, yo, en los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me duele!, con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas del Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe nunca predecida ni deseada. Mi regencia no terminará sin haberos cumplido. Por otra parte, no creo que la voluntad de Dios haya sido la de causaros detrimento, la de desaposentaros…”

 

—Y allí terminó. Lo que dijo después no me lo aprendí porque la bulla que se soltó en las mesas de atrás creció y se volvió retedifícil conseguir lo que él siguió diciendo.

 

Para continuar disfrutan esta lectura, les comparto el vínculo con el texto íntegro de “El Llano en Llamas”.

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